Franco Benavides
En la administración pública casi nunca coincide la autoridad con el liderazgo. De manera que si se siguen las órdenes de los jefes es por puro deber de obediencia y, casi nunca, por el poder de convencimiento del líder. Así funciona la burocracia y cuando se trata de adoptar en ella estilos de gestión propios de otras formas de organización (por ejemplo de organizaciones democráticas, que requieren de un fuerte liderazgo para funcionar con eficiencia y eficacia), se cae en errores y hasta en el ridículo.
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Y es que si en la elección de mi jefe no tengo ni arte ni parte: ¿por qué habría de verlo como un líder? Con el tiempo puede ser que mi jefe se convierta en líder por tener cualidades de tal; o puede que siga siendo simplemente mi jefe, por la autoridad que representa. En la administración pública (organización burocrática en el sentido weberiano; ojo a la profundidad del análisis), el liderazgo vinculado a la autoridad es una “extra”; pero de ninguna manera indispensable.
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Claro que el ejercicio de la autoridad es todo un arte. Un buen jefe al igual que un buen líder, se hace; aunque a algunos les haya llegado la autoridad más como un regalo que como un premio a sus méritos.
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Pero nada hay más despreciable que aquellos que llegaron a ser jefes por la gracia de un político y hacen gala de todo tipo de desplantes de autoridad. Elevar el tono de la voz, adjuntar a cada instrucción emitida un “aquí mando yo”, disponer del tiempo de sus subordinados como si ellos no tuvieran otra cosa más que hacer que atender sus urgencias: ese es el estilo inconfundible del jefe que caldea los climas laborales.
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Ah, pero es común que a esos desplantes de poder, ese tipo de jefes agreguen, no como contraste, sino como otro desplante más, portentosas expresiones públicas de sensibilidad. De manera que no es raro verlos llorar en público, porque hasta de la piedad hacen ostentación.
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Estamos seguros de que algunos funcionarios del Ministerio han identificado en éstas líneas a su jefe. Tranquilos, ya no tardará en irse y sino…, el deber de obediencia no exime de tenerse respeto a uno mismo.
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